lunes, 25 de febrero de 2008

INDUSTRIA EDITORIAL Y PRÁCTICAS DE LECTURA EN FORMATOS DIGITALES

[1]

Por: Elkin Rubiano
Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia y magíster en comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana. Actualmente es profesor asociado de tiempo completo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Imparte los seminarios de teoría estética y arte y sociedad.


Teniendo en cuenta que cada vez más el libro y la lectura se convierten en un asunto de de interés público no es extraño encontrarse con frases como “un país que vaya a alguna parte debe leer mucho más de lo que leemos los colombianos”
[2], o incluso con ideas de cómo el libro “puede llegar a convertirse en un instrumento de paz”[3]. Aunque todos estemos de acuerdo con el propósito de incentivar la lectura, normalmente el problema de la lectura y el libro se nos presenta como algo evidente. La ecuación sería sencilla: lectura=cultura, lectura=conocimiento, lectura=desarrollo. Estos supuestos se circunscriben de modo general a la idea de la cultura entendida como un recurso económico, social y político (Yúdice, 2002). Es decir, en la ecuación señalada estas tres variables se cruzan. De modo que si bien es cierto que la promoción de la lectura se fundamenta en los más nobles propósitos (“culturizar”, formar ciudadanía e incluso pacificar), también lo es que se fundamenta en indicadores estadísticos (cuántos libros se lee al año, cuánto aporta la industria editorial al PIB, cuántos empleos se generan en esta industria, etc.). Con frecuencia esta relación se deja de lado bajo los supuestos del gran valor que el libro y la lectura tienen en sí mismos sin poner en consideración tanto las transformaciones de la industria editorial como de las prácticas de lectura. El propósito de este texto es poner en evidencia esas relaciones.

Digitalización y marketing: industria y prácticas en transformación
En primer lugar debe señalarse que la industria editorial ha pasado de la “edición artesanal” a la “edición industrial o de mercado”. La primera suponía unos conocimientos que podían recogerse en unos pocos principios: conocimientos técnicos (cómo editarse), conocimiento especializado (qué debe editarse), “olfato” (a quién editar y bajo qué condiciones) y, por último, el “buen gusto” del editor según el canon. Sin embargo el tránsito a la segunda modalidad de edición supone la adquisición de otros principios en la labor editorial: el “conocimiento del mercado, de los lectores y los mecanismos para llegar a éstos de la manera más eficaz posible” (Satizábal y Esteves, 2002, 13). Estos cambios exigen un análisis del mercado editorial y del público lector así como una diversificación de los contenidos que llegue con igual eficacia tanto al lector masivo como al lector experto, de ahí que la distribución y comercialización sean fundamentales dentro de toda la cadena productiva. El proceso de creación, en otros tiempos exclusividad del autor-autorizado, del genio creador, se extiende hacia lo que podría denominarse proveedores de contenido creativo.

Los cambios entre una y otra modalidad de edición (de la artesanal a la industrial) van acompañados de cambios tecnológicos: de lo analógico (el libro) a lo digital (la pantalla y la red). No quiere decir esto que el soporte digital desplace al analógico pues ambos cumplen, básicamente, las mismas funciones: “soporte de información, medio de entretenimiento y herramienta de conocimiento” (Katz, 2002: 21). Lo que debe tenerse en cuenta es que dependiendo de la función, uno u otro soporte se desempeña de mejor manera (Tabla 1). La información ha demostrado ser más eficiente cuando se fija en soportes digitales: debido al volumen, la velocidad, los costos de la utilización y el acceso simultáneo en tiempo real han demostrado que cuando se trata de enciclopedias, diccionarios y bases de datos, lo digital parece ser la mejor opción. En el caso del entretenimiento
[4], específicamente la literatura, el libro impreso (analógico) sigue siendo para el lector la mejor alternativa: debido a cuestiones ergonómicas el libro es algo que puede leerse en diversas circunstancias y en cualquier lugar. Es decir, leer un libro de poemas sentado en un parque es algo que aún no reemplaza la pantalla por cuestiones de comodidad (en cualquier parte), legibilidad (la pantalla aún no resuelve de manera eficiente los reflejos de luz) y económicas (el portátil o el e-book resultan costosos y requieren de fuente de energía). Un caso diferente es el del conocimiento, pues el soporte analógico o digital depende del contenido: en cuanto al conocimiento de vanguardia la novedad deber ser divulgada inmediatamente “tanto para garantizar la paternidad de la nueva idea o del nuevo descubrimiento como para permitir que quienes esperan esos resultados para avanzar en sus propios trabajos dispongan de ellos lo antes posible (…), las revistas científicas de punta ya no se imprimen en papel, sino que distribuyen a través de Internet a un número reducido de suscriptores -habitualmente institucionales- debido a la alta especialización de tal conocimiento” (Katz, 2002: 24). Mientras que el conocimiento de tipo ensayístico para un público lector más extendido preferentemente se fija en el soporte analógico.

En este punto resulta bastante curioso que algunas publicaciones universitarias que tienen por lo general un ciclo de vida corto y cuya compilación resulta voluminosa –suma de breves textos como conferencias, ponencias y participaciones-, se sigan realizando en papel: memorias de seminarios, congresos, documentos de trabajo deberían, por cuestiones de costos y distribución, publicarse en soportes digitales. Aquí tal vez estemos en presencia de lo que podríamos llamar un amor incondicional al libro; un tipo de amor que termina fetichizando el objeto libro como soporte legítimo del conocimiento y de la herencia cultural. En nuestro contexto, por ejemplo, aún tiene mayor valoración social publicar un libro, independientemente de la editorial, que publicar un artículo en una revista indexada, y poca o ninguna valoración publicar en soportes digitales. Este es, sin duda, un rezago intelectualizado que aún no legitima ni los nuevos soportes ni las nuevas formas de escritura hipertextual.


Pasemos ahora a las prácticas de lectura. Petrucci (1998) brinda al respecto unas pistas interesantes al hablar de la “lectura de zapping” que, al igual que el zapping televisivo, supone la fragmentación y la simultaneidad. Pero esto, desde luego, no es una práctica unida necesariamente a las nuevas tecnologías, pues la apropiación que hacen los lectores del texto analógico parece hacerse de ese modo actualmente: no la lectura del libro entero sino capítulos específicos. Práctica que se pone en evidencia, por ejemplo, en el trabajo intelectual cuando en el escritorio se acumulan volúmenes de libros que se consultan a la vez, y de manera fragmentaria, para escribir un artículo. O en el caso de los estudiantes cuyos profesores dejan lecturas fragmentarias muchas veces sin la referencia de origen, práctica que se ha ritualizado en la reproducción xerográfica y que Carlos Monsiváis ha recogido en la precisa expresión el “grado xerox de la lectura”.

Ahora bien, las prácticas de lectura fragmentarias y discontinuas, simultáneas y veloces, se arraigan con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Beatriz Sarlo (2006) señala que “Quienes leen muy velozmente habrán encontrado en Internet la pista de deslizamiento ideal”, y continúa la ensayista de manera desconsolada pero tal vez con acierto: “Se tiene la impresión, sostenida por los efectos técnicos, de que lo mejor siempre está por delante, como si la sucesión de pantallas construyeran un suspenso que no va a resolverse nunca.” Para mostrar la cara opuesta y dar una idea del debate alrededor de la relación entre nuevas tecnologías y prácticas de lectura, presentemos una idea recurrente de Martín-Barbero (2000) al respecto: “Hoy, una gran parte de los saberes y quizá de los más importantes y socialmente valiosos, no pasan ya por la escuela ni le piden permiso a la escuela para circular por la sociedad. Un proceso que no había tenido casi cambio desde la invención de la imprenta sufre una mutación de fondo con la aparición del texto electrónico”. Debe decirse que entre una y otra opción argumental hay una gran laguna empírica que necesariamente debe cubrirse mediante investigaciones sobre educación, prácticas de lectura y nuevas tecnologías, que aún están por realizarse.


Prácticas de lectura: de la centralidad del libro al descentramiento del texto electrónico
¿Por qué es indispensable conocer las prácticas de lectura? Básicamente porque esas prácticas se han ido transformando con el tiempo y esas transformaciones parecen ir más rápido que el resto de la cadena productiva. En otras palabras, la producción, distribución y comercialización se han ido ajustando muy lentamente a las demandas del lector. Debe señalarse que sobre las prácticas de lectura aún se conoce muy poco en nuestro contexto y la información que tiende a recolectarse se concentra, por ejemplo, más que en las prácticas de la lectura en el número de lecturas realizadas por una persona, medido mediante el indicador del libro: “¿cuántos libros lee usted al año?” Este tipo de información, aunque clave, reduce la noción de lectura y deja lagunas a la hora de hacer políticas para el fomento de la lectura -en el caso de la administración pública-, o de diseñar estrategias de mercadeo -en el caso de la industria editorial.

En Colombia la indagación sobre los hábitos de lectura se ha hecho mediante una metodología preferentemente cuantitativa, es decir, la categoría “lector” se ha construido en función de la cantidad y la naturaleza de los libros leídos al año. Frente a este tipo de construcción metodológica cabe acogerse al siguiente comentario: “lo que determina la cualidad de un lector en tanto tal, no es sólo qué lee o cuánto lee, sino la manera en que capitaliza la lectura en su vida social, afectiva, política o laboral, cómo y porqué se llega a la lectura, qué o quiénes influyen en ella, cómo se socializa” (Bahloul, 2002: 8). Sin embargo debe decirse que en la Encuesta Nacional de Hogares 2000 y 2005 realizada por el DANE (Fundalectura, 2001 y 2006) se recogió una información valiosa que, independientemente del sesgo que acabamos de mencionar, se convierte en un buen punto de partida para realizar investigaciones más detalladas. Veamos algunos resultados puntuales:
Comparativamente llama la atención que entre 2000 y 2005 se dan algunos cambios significativos en cuanto a los soportes, pues mientras disminuye el consumo de libros, de 48.2% al 40.7%, aumenta la lectura en Internet, de 4.9% a 11.8%. Estos datos indican que Internet, antes que enemigo pedagógico, es una herramienta que debe instalarse en los procesos de aprendizaje, pero entendiendo el asunto no sólo desde el problema de la conectividad sino primordialmente desde el problema de las prácticas de estudio, aprendizaje y nuevas modalidades de lecto-escritura. Debe tenerse en cuenta, en contra de los supuestos de Internet como enemigo de la lectura, que justamente las personas que aumentaron el consumo de lectura en Internet son los que a su vez declararon leer más libros, asistir frecuentemente a bibliotecas y tener más libros en casa.

Los soportes electrónicos transforman la producción, transmisión y recepción de lo escrito, es decir, no sólo es un cambio tecnológico sino un cambio tanto en la industria editorial como en las prácticas de lectura. Específicamente la lectura en soportes digitales se estructura del siguiente modo: velocidad (acceso en tiempo real), fragmentación (leer, escribir, escuchar y ver distintos contenidos al mismo tiempo –multitasking), exceso (una infinita cantidad de información a un clic de distancia) y la posibilidad de que el lector manipule los textos (construcción de índices, moverlo, copiarlo, subrayarlo) con consecuencias antagónicas: tanto la posibilidad de convertirse en autor como la de convertirse en plagiario:

El lector se convierte en uno de los actores de una escritura a varias manos o, al menos, se halla en posición de constituir un texto nuevo a partir de fragmentos libremente recortados y ensamblados. (…) puede en todo momento intervenir en los textos, modificarlos, reescribirlos, hacerlos suyos. A partir de esta circunstancia se comprende que tal posibilidad pone en tela de juicio y en peligro nuestras categorías para describir las obras, referidas desde el siglo XVIII a un acto creador individual, singular y original, y que fundan el derecho en materia de propiedad de un autor sobre una obra original, producida por su genio creador (la primera vez que se usó el término fue en 1701) se ajusta muy mal al mundo de los textos electrónicos (Chartier, 1996)

Ahora bien, la lectura en soportes electrónicos, que está estrechamente ligada a nuevas modalidades de escritura, aún no se ha legitimado ni en el ámbito académico ni en las mediciones que se hacen del consumo de lectura. Es más, numerosas investigaciones indican que al momento de recolectar la información, las personas encuestadas no hablan de todas sus lecturas pues una especie de autocensura hace que eliminen numerosas modalidades: electrónicas, xerográficas, informativas, de entretenimiento, etc. De otro lado, en el ámbito académico las modalidades electrónicas no hacen parte de los procesos de enseñanza, lo que resulta problemático:

Los maestros y los alumnos están en internet, las escuelas tienen internet, pero el sistema escolar no está en internet. El sistema educativo en términos de procesamiento de contenidos, de estructura pedagógica, de gestión de las escuelas, está estructurado en una forma que para introducir ese cambio tecnológico y social a la vez hay que cambiar la organización de la escuela y los currículos, hay que sacar internet del aula de informática (además cerrada con llave) y ponerla en los currículos de todas las materias. Hay que cambiar la pedagogía. Porque no es que los maestros con internet tengan miedo de perder el poder, es que no saben cómo enseñar con internet, nadie se los ha explicado (Castells, 2007)

Tenemos entonces que los procesos de enseñanza que buscan formar en competencias específicas, las políticas públicas y privadas que buscan fomentar la lectura y el mercado editorial que busca ofertar eficientemente deben hacer un tránsito hacia las nuevas modalidades de lectura en soportes digitales. Resulta extraña, por ejemplo, la centralidad del libro en los programas de fomento a la lectura y en las prácticas pedagógicas; la industria editorial, por el contrario, ha empezado a hacer el tránsito con la edición multimedia y la publicación on line.

El tránsito del que hablamos no es una consigna de tipo tecnofílico sino una necesidad. Pensemos, por ejemplo, en las bases de datos especializadas que hoy adquieren las universidades pero que tienen muy poco o ningún uso. Allí hay, evidentemente, problemas pedagógicos. Si bien los jóvenes son expertos en el uso de las tecnologías de la información y la comunicación no resulta evidente aún que esa experticia converja con los procesos de aprendizaje académicos. Más que la conectividad, que va en ascenso, es necesario que la red y la pantalla se fundamenten en prácticas pedagógicas. Es decir, no basta con que la escuela tenga computadores conectados a la red o que el televisor, como aparato, se lleve al aula de clase, como típicamente se ha entendido la relación entre escuela y tecnología. Si vivimos en la sociedad de la información es necesario que los jóvenes aprendan a navegar en ella: discriminar, distanciarse, criticar, encontrar lo pertinente en el infinito mar de datos son competencias que aún no se adquieren. La convergencia tecnológica y la convergencia de contenidos no coinciden con el uso cualificado de esos contenidos y esas tecnologías. En contextos académicos la búsqueda de información cualificada es desplazada por el azar, las bases de datos especializadas desplazadas por Google. Si los soportes digitales transforman las prácticas de lectura y escritura, la enseñanza académica debe esforzarse en hacer el tránsito hacia una pedagogía que piense en y con las tecnologías de la información y la comunicación.


BIBLIOGRAFÍA
- Bahloul, Joëlle (2002) Lecturas precarias. Estudio sociológico sobre los “poco lectores”, México: F.C.E.
- Castells, Manuel (2007) “Es fundamental saber qué es lo que está pasando en la mente de nuestros niños hoy”, en
http://weblog.educ.ar/educacion-tics/cuerpoentrevista.php?idEntrev=183 (Recuperado: 06.08.07)
- CERLALC (2006) El espacio iberoamericano del libro, Madrid: CERLALC/Federación De Gremios De Editores De España.
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- Chartier, Roger (1996) “Del códice a la pantalla: trayectorias de los escrito”, en Revista Quimer N’ 50.
- Fidanza, Eduardo (2002) “¿Quién es el lector?” en El mundo de la edición de libros, L. Satizábal y E. Fros (Comp.), Buenos Aires: Paidós, pp. 231-263.
- Fundalectura (2006) Hábitos de lectura (Asistencia a bibliotecas y consumo de libros en Colombia), Bogotá, CERLALC, Cámara Colombiana del Libro, Instituto Distrital de Cultura y Turismo.
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- Sarlo, Beatriz (2006) “Surfear, leer o navegar” en El Clarín de Buenos Aires, 23-04-06, en:
http://www.clarin.com.ar
- Uribe Schroeder, Richard y Cifuentes Gómez, Diana (2007) Percepción sobre el clima editorial empresarial en el 2006 y tendencias a corto plazo, CERLALC/UNESCO.
- Yúdice, George (2002), El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global, Barcelona, Gedisa.

Notas
[1] Este texto se presentó en el XV ciclo de conferencias del Departamento de Humanidades titulado “Los días y las dudas: cuerpo, palabra y recorrido”, Bogotá, Universidad Jorge Tadeo Lozano, agosto 15 de 2007.
[2] El Malpensante, Nº 77, marzo 16 - abril 30, Bogotá, 2007, pág. 10.
[3] En el marco de la celebración de “Bogotá Capital Mundial del Libro” el título que se le dio a la conversación entre la escritora colombiana Laura Restrepo y el Nobel José Saramago fue “El libro como instrumento de paz”. Aunque en el mismo título de la conversación se daba por evidente una idea, es necesario señalar algunas reticencias del Nobel: “El libro, tomado como símbolo, puede contribuir. Pero tengo algunas dudas sobre esa afirmación tan rotunda”, entrevista realizada por El Tiempo, Bogotá, Julio 9 de 2007.
[4] No interesa aquí entrar en la discusión si a la llamada literatura culta puede endilgársele la etiqueta de “entretenimiento”. Para nuestros propósitos tanto en el best-seller como en la literatura culta se puede encontrar una experiencia estética unida a la lectura: goce, identificación, etc.Elkin Rubiano

DEL CÓDICE A LA PANTALLA: TRAYECTORIAS DE LO ESCRITO

Por: ROGER CHARTIER
Lectura sugerida por: Elkin Rubiano
"El libro ya no ejerce el poder que ha sido suyo, ya no es el amo de nuestros razonamientos o de nuestros sentimientos frente a los nuevos medios de información y comunicación de que a partir de ahora disponemos": esta observación de Henri Jean Martin constituirá el punto de partida de mi reflexión. En ella quisiera señalar y nombrar los efectos de una revolución temida por unos y aplaudida por otros, dada como ineluctable o simplemente designada como posible: a saber, la transformación radical de las modalidades de producción, de transmisión y de recepción de lo escrito. Disociados de los soportes en los que tenemos la costumbre de encontrarnos (el libro, el periódico ), los textos estarían de ahora en adelante consagrados a una existencia electrónica: compuestos en el ordenador o digitalizados, escoltados por procedimientos telemáticos, llegan a un lector que los aprehende en una pantalla.
Para abordar ese futuro (tal vez es un presente) en el que los textos serán separados de la forma del libro que se impuso en Occidente hace dieciséis siglos, mi punto de vista será doble. Será el de un historiador de la cultura escrita, particularmente atento al unir en una misma historia el estudio de los textos (canónicos u ordinarios, literarios o sin calidad), el de los soportes de su transmisión y diseminación, el de sus lecturas, sus usos, sus interpretaciones. Será, igualmente, el resultado de una participación (en un nivel modesto) en el proyecto de la Biblioteca nacional de Francia. Uno de los ejes esenciales de este proyecto es, efectivamente, la constitución de un importante fondo de textos electrónicos que la biblioteca podrá trasmitir a distancia y que podrán ser objeto de un nuevo tipo de lectura, posibilitado por el correo de lectura computarizado.
Mi primera pregunta será esta: ¿cómo situar en la historia larga del libro, de la lectura y de las relaciones con lo escrito la revolución anunciada, de hecho ya empezada, que nos hace pasar del libro (o del objeto escrito) tal como nosotros lo conocemos, con sus cuadernos, sus hojas, sus páginas, al texto electrónico y a la lectura sobre la pantalla? Para responder a esta pregunta hay que distinguir muy bien tres registros de mutación cuyas relaciones quedan aún por establecer. La primera revolución es técnica: ella transformó a mediados del siglo XV los modos de reproducción de los textos y de la producción del libro. Con los caracteres móviles y la prensa para imprimir, la copia manuscrita dejó de ser el único recurso disponible para asegurar la multiplicación y la circulación de textos. De ahí la importancia otorgada a ese momento esencial de la historia de Occidente, considerado como el que marca la Aparición del libro (ese es el título del libro pionero de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin publicado en 19568). O caracterizado como una Printing revolution (así se llama la obra de Elizabeth Eisentein aparecida en 1983).
Hoy en día, la atención se ha desplazado un poco, insistiendo en los límites de esta primera revolución. En principio queda claro que, en sus estructuras esenciales, el libro no se modificó por la invención de Gutenberg. Por otra parte, por lo menos hasta cerca de 1500, el libro impreso sigue dependiendo en gran medida del manuscrito: imita de él su compaginación, su escritura, su apariencia y, sobre todo, se considera algo que debe terminarse a mano: la mano del iluminador que pinta iniciales adornadas o historiadas y miniaturas, la mano del corrector, o enmendador, que añade signos de puntuación, rúbricas y títulos; la mano del lector que inscribe sobre la página notas e indicaciones marginales. Por otra parte, y de modo más fundamental, tanto antes como después de Gutenberg el libro es un objeto compuesto de hojas dobladas y reunidas en cuadernos que se amarran unos con otros. En ese sentido, la revolución de la imprenta no es en absoluto una "aparición del libro". En efecto, doce o trece siglos antes de la aparición de la nueva técnica, el libro occidental encontró la forma que seguiría siendo la suya en la cultura de lo impreso.
Mirar hacia el Oriente, del lado de China, de Corea, de Japón, nos proporciona una segunda razón para evaluar la revolución de la imprenta. Efectivamente, ésta nos muestra que la utilización de la técnica propia de Occidente no es una condición necesaria para que exista, no solamente una cultura escrita, sino todavía más, una cultura impresa de profundos cimientos. Ciertamente, en Oriente son conocidos los caracteres móviles: ahí fueron incluso inventados y utilizados antes de Gutenberg: en el siglo XI son utilizados caracteres de tierra cocida en China y en el siglo XIII se imprimieron textos con caracteres metálicos en Corea. Pero, a diferencia de Occidente después de Gutenberg, el recurso de los caracteres móviles en Oriente permanece limitado, discontinuado, confiscado por el emperador o por los monasterios. Eso no significa la ausencia de una cultura de lo impreso de gran envergadura, hecha posible gracias a otra técnica: la xilografía, es decir, el grabado en planchas de madera de textos impresos mediante frotamiento. Con presencia desde mediados del siglo VIII en Corea, y a finales de siglo IX en China, la xilografía lleva en la China de los Ming y de los Quing, así como en el Japón de los Tukogawa, a una muy amplia circulación de lo escrito impreso, con empresas de edición comerciales independientes de los poderes, una densa red de librerías y de gabinetes de lectura, y géneros populares ampliamente difundidos.
No hay entonces que medir la cultura impresa de las civilizaciones orientales con el único rasero de la técnica occidental, como si aquélla fuera imperfecta o inferior. La xilografía tiene sus propias ventajas: se adapta mejor que los caracteres móviles a las lenguas que se caracterizan por tener un gran número de caracteres o, como en el Japón, por la pluralidad de escrituras; mantiene notablemente vinculadas a la escritura manuscrita y a la impresión, ya que las planchas se graban a partir de modelos caligrafiados; permite, gracias a la resistencia de las maderas que se conservan mucho tiempo, el ajuste del tiraje a la demanda. Esta constatación debe conducir a una apreciación
La revolución actual es mayor que la de Gutenberg. No sólo modifica a la técnica de reproducción del texto, sino también las estructuras y las formas mismas del soporte que transmite a sus lectores
Más justa del invento de Gutenberg. Ciertamente éste es fundamental, pero no es la única técnica capaz de asegurar una muy amplia diseminación del libro impreso.
La revolución de nuestro presente es, evidentemente, mayor que la de Gutenberg. No sólo modifica la técnica de reproducción del texto, sino también las estructuras y las formas mismas del soporte que transmite a sus lectores. EL libro impreso, hasta nuestros días, ha sido el heredero directo del manuscrito por la organización en cuadernos, por la jerarquía de los formatos —del folio al libellus—, por las ayudas a la lectura: concordancias, índice, cuadros, etc. Con la pantalla como sustituto del códice, la revolución es mucho más radical, ya que son los modos de organización, estructuración, consulta de lo escrito los que se hallan modificados. Una revolución así requiere entonces de otros términos de comparación.
La larga historia de la lectura nos proporciona los esenciales. Su cronología se organiza a partir del señalamiento de las dos mutaciones fundamentales. La primera pone el acento en una transformación de la modalidad física, corporal, del acto de la lectura, e insiste en la importancia decisiva del paso de una lectura necesariamente oralizada, indispensable al lector para la comprensión del sentido, a una lectura posiblemente silenciosa y visual. Esta revolución atañe a una larga edad media, ya que la lectura silenciosa, al principio restringida a los sriptoria monásticos entre los siglos VII y XI, ganaría el mundo de las escuelas y de las universidades en el XII, después el de los aristócratas laicos dos siglos más tarde. Su condición de posibilidad es la introducción de la separación entre las palabras por parte de los escribas irlandeses y anglosajones de la alta edad media, y sus efectos son totalmente considerables al abrir la posibilidad de leer más rápidamente y por tanto de leer más textos, y textos más complejos.
Una perspectiva así sugiere dos señalamientos. EN principio el hecho de que el Occidente medieval haya debido conquistar la habilidad de la lectura en silencio con los ojos no debe hacernos concluir su inexistencia en la antigüedad griega y romana. En las civilizaciones antiguas, en poblaciones para las cuales le lengua escrita es la misma que la lengua vernácula, la ausencia de separación entre las palabras no impide de ninguna manera la lectura silenciosa. La práctica común en la antigüedad de la lectura en voz alta, para los otros o para sí, no debe atribuirse a la ausencia de dominio de la lectura sólo con los ojos (ésta fue sin duda practicada en el mundo griego desde el siglo VI a.C). Más bien hay que atribuirla a una convención cultural que asocia vigorosamente el texto y la voz, la lectura, la declamación y la escucha. Este rasgo subsiste además en la época moderna, entre los siglos XVI y XVIII, cuando leer en silencio se convirtió en una práctica ordinaria de los lectores letrados. La lectura en voz alta siguió siendo entonces la base fundamental de las diversas formas de sociabilidad, familiares, cultas, mundanas o públicas, y el lector que busca muchos géneros literarios es un lector que lee par los otros o un "lector" que escucha leer. En la Castilla del Siglo de Oro, leer y oír, ver y escuchar son así casi sinónimos, y la lectura en voz alta es la lectura implícita de géneros muy diversos: todos los géneros poéticos, la comedia humanista (pensemos en La Celestina), la novela en todas sus formas, hasta el Quijote, la historia en sí.
Segunda observación en forma de pregunta: ¿no habrá que otorgar mayor importancia a las funciones de lo escrito que a su modo de lectura? Si tal es el caso, hay que colocar una cesura esencial en el siglo XII, cuando lo escrito no está ya sólo investido de una función de conservación y de memorización, sino que se compone y copia con fines de lectura, entendida como un trabajo intelectual. A un modelo monástico de la escritura sucede, en las escuelas y universidades, el modelo escolástico de la lectura. En el monasterio, el libro no se copia para ser leído, compendia el saber como un bien patrimonial de la comunidad y comporta usos ante todo religiosos: la ruminatio del texto, verdaderamente incorporada por el fiel, la meditación, el rezo. Con las escuelas urbanas todo cambia: el lugar de la producción del libro, que pasa del scriptorium a la tienda del librero estacionario; las formas del libro, con la multiplicación de abreviaturas, señales, glosas y comentarios, y el método mismo de lectura, ya que no es la participación en el misterio de la palabra sagrada, sino un desciframiento regulado y jerarquizado por la letra (littera), del sentido (sensus) y de la doctrina (sententia). Las conquistas de la lectura silenciosa no pueden pues separase de la mutación principal que transforma la función misma de la escritura.
Otra "revolución de la lectura" se refiere, por su parte, al estilo de lectura. En la segunda mitad del siglo XVIII, a la lectura "intensiva" sucedería otra, calificada como "extensiva" . El lector "intensivo" es confrontado con un corpus limitado y cerrado de textos, leídos y releídos, memorizados y recitados, escuchados y conocidos de memoria, transmitidos de generación en generación. Los textos religiosos, y en primer lugar la Biblia en los países de la reforma, con los alimentos privilegiados de esta lectura notablemente marcada por la sacralidad y la autoridad. El lector "extensivo", el de la Leseanet, de la rabia por leer que surge en Alemania en tiempos de Goethe, es un lector totalmente diferente: consume impresos numerosos y diversos, los lee con rapidez y avidez, ejerce a su respecto una actividad crítica que ya no sustrae ningún dominio a la duda metódica.
Un diagnóstico parecido ha podido ser discutido. En efecto, son numerosos los lectores "extensivos" en la época de la lectura "intensiva": pensemos en los letrados humanistas que acumulan lecturas para componer sus cuadernos de lugares comunes. Y el caso contrario es aún más cierto: es efectivamente en el momento mismo de la "revolución de la lectura" cuando, con Rousseau, Goethe o Richardson se despliega la más "intensiva" de las lecturas, por medio de la cual la novela se apodera de su lector, lo ata y gobierna como antes hizo el texto religioso. Además, para los lectores más numerosos y más humildes —los de los chapbooks, de la Biblioteca azul, o de la literatura de cordel—, la lectura conserva durante mucho tiempo los rasgos de una rara, difícil práctica que supone memorizar y recitar textos que se vuelven familiares porque son pocos y, de hecho, son reconocidos más que descubiertos.
Estas precauciones necesarias que conducen a abandonar una oposición demasiado contrastante entre los dos estilos de lectura, no invalida sin embargo la constatación que sitúa en la segunda mitad del siglo XVIII una "revolución de la lectura". Sus bases están bien señaladas en Inglaterra, en Alemania y en Francia: el crecimiento de la producción del libro, la multiplicación y la transformación de los periódicos, el éxito de los formatos pequeños, el descenso del precio del libro gracias a las ediciones piratas, la multiplicación de las sociedades de lectura (Book-clubs, Lesegesellschaften, cámaras de lectura). Descrito como un peligro para el orden público, como un narcótico (según palabras de Fichte), o como un desarreglo de la imaginación y de los sentidos, este "furor por leer" golpea a los observadores contemporáneos. Jugó indudablemente un papel esencial en desprendimientos críticos que, por toda Europa y particularmente en Francia, alejaron a los súbditos de su príncipe y a los cristianos de sus iglesias.
La revolución del texto electrónico es y será también una revolución de la lectura. Leer sobre una pantalla no es leer en un códice. La representación electrónica de los textos modifica totalmente su condición: sustituye la materialidad del libro con la inmaterialidad de textos sin lugar propio; opone a las relaciones de contigüidad, establecidas en el objeto impreso, la libre composición de fragmentos manipulables indefinidamente; a la aprehensión inmediata de la totalidad de la obra, hecha visible por el objeto que la contiene, hace que le suceda la navegación en el largo curso de archipiélagos textuales en ríos movientes. Estas mutaciones ordenan, inevitablemente, imperativamente, nuevas maneras de leer, nuevas relaciones con lo escrito, nuevas técnicas intelectuales. Sin las revoluciones precedentes de la lectura sobrevinieron cuando no cambiaban las estructuras fundamentales del libro, no sucede lo mismo en nuestro mundo contemporáneo. La revolución iniciada es, ante todo, una revolución de los soportes y las formas que transmiten lo escrito. En esto el mundo occidental no tiene más que un solo precedente: la sustitución del volumen por el códice, por el libro compuesto de cuadernos reunidos en lugar del libro en forma de rollo, ocurrida en los primeros siglos de la era cristiana.
A propósito de esta primera revolución, que inventa el libro que es aún el nuestro, deben ser planteadas tres preguntas. En principio, la de su fecha. Los hechos arqueológicos disponibles proporcionados por las excavaciones llevadas a cabo en Egipto permiten sacar varias conclusiones. Por una parte, es en las comunidades cristianas donde el códice reemplaza con mayor precocidad y más masivamente al rollo: desde el siglo II, todos los manuscritos hallados de la Biblia que datan del siglo II son de códices escritos en papiro, y, entre los siglos II y IV, 90% de los textos bíblicos y 70% de los textos litúrgicos y hagiográficos que nos han llegado están en forma de códice. Por otra parte, es con un notable desfase que los textos griegos, literarios o científicos adoptan la nueva forma del libro: es solamente en los siglos III y IV cuando el número de códices iguala al siglo III, permanece notable el número de códices iguales al de rollos. Incluso si el cálculo de la fecha de los textos bíblicos en papiro ha podido ser discutido, y a veces retrasado, hasta el siglo III, permanece notable el vínculo entre la preferencia otorgada al códice y los cenáculos cristianos.
Una segunda pregunta se refiere a las razones de la adopción de esta nueva forma de libro. Los motivos clásicamente esgrimidos conservan su pertinencia, incluso si hay que matizarlos un poco. La utilización de los dos lados del soporte reduce sin duda el costo de fabricación del libro, pero este uso no ha venido acompañado de otras economías posibles: disminución del módulo de escritura, retraimiento de los márgenes, etc. Por lo demás, el códice permite sin duda reunir una gran cantidad de texto en un volumen mínimo, aunque esta ventaja fue poco explotada de manera inmediata: en los primeros siglos de su existencia, los códices siguieron siendo de talla modesta y contenían menos de ciento cincuenta pliegos (es decir, trescientas páginas). Es a partir del siglo IV, incluso del V, cuando engrosan los códices y absorben el contenido de varios rollos. Finalmente, es innegable que el códice permite una marcación más fácil y un manejo más sencillo del texto: hace posible la paginación, el establecimiento del índice y de las concordancias, la comparación de un pasaje con otro, o incluso el hecho de que el lector, al hojearlo, recorra todo el libro. De ahí la adaptación de la forma nueva del libro a las necesidades textuales propias del cristianismo, a saber: la confrontación de los Evangelios y la movilidad, con fines de predicación, del culto o del rezo, de las citas de la palabra sagrada. Pero fuera de los medios cristianos, el dominio y utilización de las posibilidades ofrecidas por el códice se imponen sólo lentamente. Su adopción parece hecha por lectores que no pertenecen a la elite letrada —ésta permanece por mucho tiempo fiel a los modelos griegos, y por tanto al volumen—, y en principio abarca textos que se encuentran situados fuera del canon literario: textos escolares, obras técnicas, relatos, etc.
Entre los efectos del paso del rollo al códice, dos de ellos merecen una atención particular. Por una parte, si el códice imponen su materialidad, no borra las designaciones o representaciones antiguas del libro. En la ciudad de Dios de San Agustín, por ejemplo, si el término "códice" nombra al libro en cuanto objeto físico, la palabra liber se emplea para marcar las divisiones de la obra, y esto guardando memoria de la forma antigua, ya que el "libro", devenido aquí unidad del discurso (La ciudad de Dios abarca 22), corresponde a la cantidad de texto que podía contener un rollo. De igual manera, las representaciones del libro en las monedas y en los monumentos, en la pintura y en la escultura, permanecen por mucho tiempo ligadas al volumen, símbolo de saber y de autoridad, aun cuando el códice ha impuesto ya su nueva materialidad y obligado a nuevas prácticas de lectura. Por otra parte, para ser leído, y por tanto desenrollado, un rollo debe ser sostenido con las dos manos: de ahí, como nos lo muestran los frescos y los bajorrelieves, la imposibilidad para el lector de escribir al mismo tiempo que lee y, de golpe, la importancia del dictado en voz alta. Con el códice el lector conquista la libertad colocando sobre una mesa o un pupitre, el libro en cuadernos ya no exige un movimiento del cuerpo similar. En relación con él, el lector puede tomar sus distancias, leer y escribir al mismo tiempo, ir de una página a otra, a su gusto, o de un libro a otro. Con el códice, igualmente, se inventa la tipología formal que asocia formatos y géneros, así como tipos de libros y categorías de discurso, y se establece por tanto el sistema de clasificación y de marcación de textos que la imprenta heredará y que es todavía el nuestro.
¿Por qué estas miradas hacia atrás, por qué, en particular, llevar la atención hacia el nacimiento del códice? Sin duda, porque la comprensión y el dominio de la revolución electrónica del mañana (o del hoy) dependen en gran medida de su correcta inscripción en una historia de larga duración. Ello permite tomar plena medida de las posibilidades inéditas abiertas por la digitalización de los textos, su transmisión electrónica y su recepción en ordenador. En el mundo de los textos, dos limitaciones, consideradas hasta ahora como imperativas, pueden señalarse. Primera limitación: la que reduce estrechamente las posibles intervenciones del lector en el libro impreso. Desde el siglo XVI, es decir, desde la época en que el impresor tomó a su cargo los signos, las marcas y los títulos, títulos de capítulos o títulos corrientes que, en tiempo de los incunables, se añadían a mano sobre la página impresa por el corrector o el poseedor del libro, el lector no puede insinuar su escritura sino en los espacios vírgenes del libro. El objeto impreso le impone su forma, su estructura, sus disposiciones, y no supone de ninguna manera su participación. Si el lector pretende, de todos modos, inscribir su presencia en el objeto, sólo puede hacerlo ocupando subrepticia, clandestinamente, los lugares del libro que deja la escritura impresa: interiores de la encuadernación, folios dejados en blanco, márgenes del texto, etcétera.
Con el texto electrónico ya no pasa lo mismo. El lector no sólo puede someter los textos a múltiples operaciones (puede hacer su índice, anotarlo, copiarlo, desmembrarlo, recomponerlo, moverlo, etc.), sino, más aún, puede convertirse en su coautor. La distinción, muy visible en el libro impreso, entre la escritura y la lectura, entre el autor del texto y el lector del libro, se borra en provecho de una realidad distinta: el lector se convierte en uno de los actores de una escritura a varias manos o, al menos, se halla en posición de constituir un texto nuevo a partir de fragmentos libremente recortados y ensamblados. Como el lector del manuscrito que podía reunir en un solo libro, por su sola voluntad, obras de naturalezas muy diversas, unirlas en un mismo compendio, en un mimo libro-Zbaldone, el lector de la era electrónica puede construir a su placer conjuntos textuales originales cuya existencia, organización e incluso apariencia sólo dependen de él. Pero, además, puede en todo momento intervenir en los textos, modificarlos, reescribirlos, hacerlos suyos. A partir de esta circunstancia se comprende que tal posibilidad pone en tela de juicio y en peligro nuestras categorías para describir las obras, referidas desde el siglo XVIII a un acto creador individual, singular y original, y que fundan el derecho en materia de propiedad de un autor sobre una obra original, producida por su genio creador (la primera vez que se usó el término fue en 1701) se ajusta muy mal al mundo de los textos electrónicos. Así, el Tribunal Supremo de Estados Unidos le ha negado toda pertinencia a esta noción en el caso de la publicación de la guía telefónica.
Por otra parte, el texto electrónico permite, por primera vez, remontar una contradicción que ha obsesionado a los occidentales: la que opone, de un lado, el sueño de una biblioteca universal que reúne todos los libros jamás publicados, todos los textos jamás escritos, incluso, como escribió Borges, todos los libros que es posible escribir agotando todas las combinaciones de las letras del alfabeto y, del otro, la realidad, forzosamente decepcionante, de las colecciones que, cualquiera que sea su tamaño, no pueden proporcionar más que una imagen parcial, con lagunas, mutilada, del saber universal. Occidente ha otorgado una figura ejemplar y mítica a esta nostalgia de la exhaustiva perdida: la biblioteca de Alejandría. La comunicación de textos a distancia que anula la distinción, hasta ahora irremediable, entre el lugar del texto y el lugar del lector, vuelve concebible, accesible, este antiguo sueño. Desprendido de su materialidad y de sus antiguas localizaciones, el texto y su representación electrónica pueden ya alcanzar a cualquier lector dotado del material necesario para recibirlo. Suponiendo que todos los textos existentes, manuscritos o impresos, sean digitalizados o, dicho de otra manera, hayan sido convertidos en textos electrónicos, la universal disponibilidad del patrimonio escrito se vuelve posible. Todo lector, allí donde se encuentre, con la condición de que esté conectado frente a un puesto de lectura con la red informática que asegura la distribución de los documentos, podrá consultar, leer o estudiar cualquier texto, cualesquiera que hayan sido su forma y su localización originales. "Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad": esta felicidad "extravagante" de la que habla Borges no es prometida por las bibliotecas sin muros, e incluso carentes de lugar, que serán sin duda las del futuro.
Felicidad extravagante, pero tal vez no sin riesgo. En efecto, cada forma, cada soporte, cada estructura de la transmisión y de la recepción de lo escrito afecta profundamente sus posibles usos e interpretaciones. En estos últimos años, la historia del libro se ha interesado en señalar, en diversos niveles, estos efectos de sentido de las formas. Son numerosos los ejemplos que muestran transformaciones propiamente "tipográficas" (en un sentido amplio del término) que modifican profundamente los usos, las circulaciones, las comprensiones de un "mismo" texto. Así sucedió con las variaciones en las partes del texto bíblico, en particular a partir de las ediciones de Robert Estienne y sus versículos numerados. Así ocurrió con la imposición de dispositivos propios del libro impreso (título y página del título, separación en capítulos, grabados en madera) a obras cuya forma original, unida a una circulación únicamente manuscrita, les era totalmente extraña: ahí está, por ejemplo la suerte del Lazarillo de Tormes, letra apócrifa, sin título, sin capítulos, sin ilustración destinado a un público letrado y transformado por sus primeros editores en un libro cercano, por su presentación, a las vidas de santos o a los occasionneis, en ese entonces los géneros de mayor circulación en la España del Siglo de Oro. Así, en Inglaterra, para las obras teatrales, el paso de las ediciones isabelinas, rudimentarias y compactas, alas ediciones que a comienzos del siglo XVIII, adoptando las convenciones clásicas francesas, vuelve visible el corte en actos y en escenas y restituye, mediante la indicación de los juegos de escena, algo de la acción teatral en el texto impreso. De manera que, más todavía, las formas nuevas que se aplican a todo un conjunto de textos ya publicados, más generalmente de origen culto, es con el fin de que puedan alcanzar a los lectores "populares" y constituir así el repertorio de las librerías ambulantes en Castilla, Inglaterra o Francia. Cada vez es idéntica la constatación: el significado, o más bien los significados, histórica y socialmente diferenciados de un texto, cualquiera que éste sea, no pueden separarse de las modalidades materiales en que se dan a leer a sus lectores.
De ahí viene, para nuestro presente, una gran lección: la posible transferencia del patrimonio escrito de un soporte a otro, del códice a la pantalla, abre posibilidades inmensas pero también representará una violencia ejercida en los textos al separarlos de las formas que han contribuido a construir sus significaciones históricas,. Suponiendo que, en un futuro más o menos cercano, las obras de nuestra tradición no se transmitan ni se descifren ya sino en una representación electrónica, sería grande el riesgo al ver perdida la inteligibilidad de una cultura textual en la que se llevó a cabo una unión antigua, esencial, entre el concepto mismo de texto y una forma particular del libro: el códice. Nada muestra mejor la fuerza de esta unión que las metáforas que, en la tradición occidental, hacen del libro una figura posible del destino, del cosmos o del cuerpo humano. El libro que ellas manejan, de Dante a Shakespeare, de Ramón Llull a Galileo, no es cualquier libro: está compuesto de cuadernos, formado en folios y páginas, protegido por una encuadernación. La metáfora del libro del mundo, del libro de la naturaleza, tan poderosa en la edad moderna se encuentra como dispuesta en las representaciones inmediatas y arraigadas que asocian naturalmente el texto escrito al códice. El universo de los textos electrónicos significará entonces necesariamente un alejamiento de las representaciones mentales y las operaciones intelectuales que están específicamente ligadas a las formas que ha tenido el libro den Occidente desde hace diecisiete o dieciocho siglos. Ningún orden de los discursos es, en efecto, separable del orden de los libros que le es contemporáneo.
Me parece entonces necesario, hoy en día, mantener juntas dos exigencia. Por un lado, necesitamos acompañar de una reflexión histórica, jurídica, filosófica, la mutación considerable que está revolucionando los modos de comunicación y de recepción de lo escrito. Una revolución técnica no se decreta. Tampoco se suprime. El códice la llevó a cabo y suplantó al rollo, incluso si éste, con otra forma y para otros usos (en particular archivísticos) atravesó toda la edad media. Y la imprenta sustituyó al manuscrito como forma masiva de reproducción y de difusión de los textos —incluso si los escritos copiados a mano conservaron su papel en la era de la imprenta para la circulación de numerosos tipos de textos surgidos de la escritura del fuero privado, de las prácticas literarias aristocráticas dirigidas por la figura del gentleman writer, o de las necesidades de comunidades particulares consideradas heréticas, unidas por el secreto de los gremios de la francmasonería, o simplemente cimentadas en el intercambio de los textos manuscritos. Se puede entonces pensar que en el siglo XXV, en el año 2440 que Louis Sebastien Mercier ha imaginado en su utopía publicada en 1771, la Biblioteca del Rey (o de Francia) no será ese "pequeño gabinete" que sólo contiene pequeños libros en duodécimos que concentran únicamente el saber útil, sino un punto en una red, extendida a todo el planeta, que asegure la disponibilidad universal de su patrimonio textual accesible en todas partes gracias a su forma electrónica. Ha llegado el momento de observar mejor y de comprender mejor los efectos de esa mutación y, considerando que los textos no son necesariamente libros, ni siquiera periódicos o revistas (derivados ellos también del códice), de redefinir todas las nociones jurídicas (propiedad literaria, derechos de autor, copyright) y reglamentarias (depósito legal, biblioteca nacional) y biblioteconómicas (catalogación, clasificación, descripción bibliográfica, etc) que han sido pensadas y construidas en relación con otra modalidad de la producción, la conservación y la comunicación de lo escrito.
Pero existe para nosotros una segunda exigencia, indisociable de la precedente. La biblioteca del futuro debe ser también el lugar en que se pueda mantener el conocimiento y la comprensión de la cultura escrita en las formas que han sido y son todavía mayoritariamente las suyas hoy en día. La representación electrónica de todos los textos cuya existencia no comienza con la informática no debe significar de ninguna manera la relegación, el olvido, o peor, la destrucción de los objetos que los han portado. Más que nunca, tal vez, una de las tareas esenciales de las grandes bibliotecas es recolectar, proteger, censar (por ejemplo bajo la forma de catálogos colectivos nacionales, los primeros pasos hacia las bibliografías nacionales retrospectivas), los objetos escritos del pasado y, así, hacer accesible el orden de los libros que todavía es el nuestro y que fue el de los hombres y las mujeres que leyeron desde los primeros libros de nuestra era cristiana. Solamente si es preservada la inteligencia de la cultura del códice podrá existir, sin matices, la "extravagante felicidad" que promete la pantalla.
Artículo tomado de: Revista Quimera #150, Septiembre de 1996.

CÓMO ESCRIBIR ARTÍCULOS ESPECIALIZADOS

Guías de calidad / Escuela de Ciencias Humanas / Universidad del Rosario
¿Qué es un artículo especializado?

El cultivo del pensamiento crítico es una condición necesaria para el desarrollo científico. Desde los inicios de la modernidad, el examen crítico de las teorías y el escrutinio público de las hipótesis han sido pieza clave para la producción de conocimiento. Mediante el ejercicio de la crítica, la comunidad científica de cada área examina los resultados del trabajo investigativo y se pronuncia sobre ellos, sea para ratificarlos, corregirlos o impugnarlos.

Pero sin difusión no puede haber crítica. Por eso uno de los componentes claves del trabajo académico es la publicación de los resultados de investigación. Mediante la publicación, el investigador somete su trabajo a examen público y revisión crítica por parte de la comunidad académica. Esto muestra que el desarrollo del conocimiento no es fruto del esfuerzo aislado de algunos investigadores, sino fruto de un esfuerzo colectivo.

El artículo especializado es el formato académico típico en el que se publican resultados de investigación. Su finalidad principal es comunicarle a los lectores los resultados del desarrollo de una hipótesis. El artículo es “especializado” porque no está dirigido al público en general sino a una comunidad académica específica. Esto quiere decir que la discusión de la hipótesis se vale de marcos teóricos particulares y métodos específicos de un área del conocimiento o de una disciplina; por eso sus únicos lectores plausibles son especialistas de la misma disciplina. Los resultados que contiene un artículo especializado son originales en un sentido amplio de “originalidad”. Muy pocos artículos especializados han revolucionado la ciencia; todos, sin embargo, han aportado a su manera.

¿Cómo escribir un artículo?

El camino hacia la escritura de artículos especializados pasa por la escritura de reseñas reconstructivas y ensayos de opinión. En la reseña, el objetivo es plantear un problema y formular una hipótesis propia. Este objetivo corresponde, en el artículo especializado, a la introducción. En el ensayo, el objetivo es debatir el problema examinando sus pros y sus contras. Este objetivo corresponde, en el artículo especializado, a la sección central, en la cual se lleva a cabo la discusión de la hipótesis. Además, el artículo especializado incluye una evaluación final de la hipótesis a la luz del debate previo y del estado de los conocimientos.

La elaboración de artículos especializados se apoya, por lo tanto, en técnicas de escritura correspondientes a formatos académicos más sencillos, pero las conduce a un mayor nivel de exigencia, precisión y rigor; cuanto más se practican los formatos básicos de escritura académica más se facilita la escritura de artículos especializados.

Un buen artículo especializado discute una hipótesis de trabajo a partir de una selección muy estricta de datos o material bibliográfico. Este tipo de discusión requiere un trabajo de documentación similar al utilizado para el ensayo de opinión (ver Guía 47b), pero mucho más exhaustivo y dirigido. En especial, es preciso documentarse en detalle sobre el estado de la investigación en los puntos relevantes para el desarrollo de la hipótesis.

La estructura del artículo especializado

1. Página de título (ver Guías 30a y 49b).
2. Resumen
El resumen es como un título un poco más extenso, compuesto de varias frases; en él Ud. hace una síntesis del contenido de su artículo en la que destaca los puntos más sobresalientes (ver Guía 49b).
3. Introducción
En la introducción Ud. expone brevemente el problema y el estado de la investigación en el tema, plantea la hipótesis de trabajo y presenta un esquema de la organización que tendrá el debate (ver Guía 49c).
4. Debate
Esta es la sección central del artículo, en la cual se prueba o refuta la hipótesis de trabajo; a lo largo del debate Ud. desarrolla la discusión de la hipótesis e incluye referencias bibliográficas y citas cuando lo requiera para probar partes de su argumentación (ver Guía 49d).
5. Conclusión
En la conclusión Ud. resume de manera concisa los resultados del debate en torno a la
hipótesis y evalúa sus posibles repercusiones para el estado de la investigación en el tema (ver Guía 49e).
6. Bibliografía y otros materiales
En la bibliografía Ud. referencia los libros, artículos y demás materiales que haya consultado para la escritura de su artículo (ver Guía 37).
El artículo especializado suele tener entre 14 y 20 páginas.

http://www.urosario.edu.co/FASE1/ciencias_humanas/images/stories/documentos/facultades/pdf/49a.pdf